Y los caballos blancos brillan como diamantes centelleantes sobre terciopelo azul oscuro.
Esa era la vista mientras subía al trinquete. Hace sólo unos meses, yo, marinero de agua dulce hasta la médula, difícilmente habría entendido lo que significaba esa frase.
Sin embargo, ése fue mi primer pensamiento después de casi dos meses en el mar, sentado en lo alto del astillero real, en un lugar de soledad. En un barco lleno como el Tres, el cielo es el único lugar donde uno puede sentirse realmente solo, con nada más que el viento en el oído y, hay que reconocerlo, alguna risa o grito ocasional desde la cubierta.
En menos de un día llegaremos a Martinica, quizá ya lo hayamos hecho cuando estas palabras abandonen el barco. Para mí, será la primera vez que pise este lado del Atlántico. Estoy entusiasmado. Pienso en cómo se sentirá, sin duda como arena, tierra u hormigón en otro lugar. Probablemente más caliente.
Cada uno en este barco tiene sus propios sentimientos ante la perspectiva de echar el ancla. Parece que algunos vivimos para la sencillez del mar, mientras que otros esperan con impaciencia la oportunidad de reencontrarse con sus seres queridos. Será un hola a gente nueva, y posiblemente un adiós a otros. Me gustaría ver una tortuga.
Sylvester